La vergüenza se considera una emoción secundaria o emocional, ya que emerge de la interacción con una o más personas. Esta surge de la evaluación negativa de nuestras acciones, sintiendo que se hace algo mal y que, cara a los demás, se establece una valoración negativa de nosotros. Esta emoción se asocia con rasgos de personalidad, como puede ser: la timidez o el retraimiento. Además de manifestarse a través de sensaciones físicas tales como: el rubor o pensamientos asociados al ridículo.
Vergüenza desproporcionada
Cuando la gestión de la vergüenza es difícil, y perjudica claramente nuestras acciones cotidianas, podríamos hablar de que existe una vergüenza desproporcionada o tóxica. Esto nos lleva a sentir una inseguridad intensa y muchas veces, culpabilidad de nuestros comportamientos, lo que afecta directamente a la autoestima. Generando comportamientos de aislamiento social, evitación y sentimientos de sufrimiento que de no tratarse a tiempo podría provocar trastornos de ansiedad o incluso, de depresión.
Cabe destacar, que la vergüenza no es buena ni mala en sí misma, dado que, como las demás emociones, tiene como fin garantizar nuestra supervivencia. Esta emoción sirve para adaptarnos a nuestro entorno social y funciona como un mecanismo de adaptación para ser aceptados en un grupo. Para este propósito, debemos asumir las reglas sociales como propias para pertenecer y ser miembros con todo derecho. Un ejemplo de ello, es la situación de ser nuevo en un grupo y el tener que dar una opinión o hacer un juicio oral frente a los demás. Ésta siempre será una prueba de exposición social, donde uno mismo y los demás, realizamos un juicio de valor. De hecho, la famosa frase de “el qué dirán”, hace referencia a la opinión de las otras personas sobre nosotros, pero, sobre todo, a nuestra opinión sobre nosotros mismos.
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